En una enorme ciudad



Ammy Reyes

En una enorme ciudad vi pasar la vida. En una enorme ciudad vi caer la lluvia y las hojas de los árboles. Escuché cantar a los pájaros mientras buscaban un lugar para pasar la noche. Tardes en las que fui testigo de la muerte del sol tras colinas lejanas, fundiéndose, haciéndose uno con el horizonte siempre en el mismo lugar. Escuché el aletear de las aves la mañana siguiente y las vi partir hacia un nuevo día, un nuevo día que no existe, un nuevo mundo que no es más que una ilusión. A mí alrededor no veo nada más que un día idéntico rebobinarse una y otra vez. Las mismas caras, la misma gente, el mismo café; cargado, oscuro y amargo como el de tus ojos. Vi personas contestar al llamado de sus nombres por pura costumbre y responder por inercia preguntas de alguna conversación rutinaria, como llenar las casillas de los ejercicios en los libros escolares. Los mismos libros, mismas escuelas, mismos infantes. Pequeños artistas que no aspiran a algo más que no sea pasar el resto de sus vidas detrás de un escritorio en un trabajo que odian ya sea por complacer a sus padres, siempre por complacer a todos menos a ti mismo, o quizá por ese absurdo miedo a fracasar. Fracasar en este lugar es tratar de ser diferente, siendo diferente no encajarás y encajar es el único propósito que tiene tu vida. Entonces se repetirá la misma historia y acabarán por ser las mismas caras y la misma gente en un bucle sin final.

En una enorme ciudad observé la vaga dirección de millares de pasos, como si sus pies memorizaran el camino y simplemente se dejaran llevar por ellos mientras piensan en todo lo que pudo ser y no fue. En una enorme ciudad llena de gente muerta vi pasar mi vida lejos de la tuya. En medio de esta metrópolis donde abundan los transeúntes, entre tantos rostros, soy incapaz de reconocer el tuyo, aunque tu alegre semblante se destaque de la multitud de expresiones grises. No soy capaz de encontrarte, aunque te esté buscando. Tal vez podemos llamar locura al acto de hacer siempre lo mismo y esperar que las cosas sean distintas. Sé que también es una completa ausencia de cordura recorrer las calles de todos los días con la cabeza agachada y el alma rota sin prestar atención a los rostros que caminan en dirección contraria y esperar que en algún punto tu sendero coincida con el mío. Tal vez ya coincidimos en algún lugar.

Esta lúgubre ciudad no es enorme, soy yo quien se encoge, me hago cada vez más pequeña con cada paso que doy sin rumbo por el centro de esta ciudad. Soy yo quien carece de vida. Este lugar no es invariable, soy yo quien se niega a cambiar. Quizá en el fondo sea porque espero que seas tú quien decida volver. Trato de no moverme de mi sitio y permanecer siendo la misma persona por miedo a que de lo contrario no puedas reconocerme, que no puedas encontrarme. Soy yo quien rebobina los días y te recuerda cada noche para asegurarse de que aún no te olvida. Siempre el mismo café, el que se parece más a tus ojos, esos que a pesar de los años me siguen robando el sueño. Y esta es solo otra más de las mil y un veces que me juro, es lo último que te escribo.


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