David Trozos
Para la señorita Melani G.
El cristal de la ventana se encontraba
vaporizado por la lluvia y el frescor de la noche. Dentro de aquella habitación
se encontraba ella, sepultada de pies a cabeza entre papeles y pensamientos
absurdos. No recordaba cuándo fue la última vez que la nostalgia la había
invadido de aquella manera.
Sobre la mesita de noche
estaba la carta, ese trozo de papel amarillento bañado con las palabras más
tristes, la despedida que nunca había deseado, pero que tenía que llegar en
algún momento. Ella se había aferrado a un amor imposible, por ende ¿era su
culpa?
Entre la fluidez de textos
bien redactados y los intentos fallidos de un escritor frustrado, ella se
encontraba en el segundo. Tenía más de una semana tratando de dar respuesta a
la llamada de olvido que salía de su interior.
En ocasiones, se sentaba
frente a su viejo escritorio con una pluma negra y un trozo de papel carcomido
por la humedad. Intentaba poner en fijo las ideas que cruzaban por su mente, en
el fondo sabía que lo que quería decirle era cuán hermosa se veía con su
camiseta blanca y su short negro, lo linda que se escuchaba cuando hablaba al
recién despertar, y eso sin mencionar sus mejillas rosadas por el calor de la
noche.
¿Qué podría ser más hermoso
que esa mujer esculpida en cantera? Textura inefable de sensación de divinidad.
Sin duda, si los ángeles existían, ella sería el retrato del más hermoso de
ellos.
Todo había comenzado con una
casualidad, de esos encuentros que parecen que no te llevaran a ningún lado. No
pasaba de ser una amistad a distancia, un “hola, ¿cómo estás?”, el dulce
trascurrir de conversaciones superficiales, carentes de sentido.
No obstante, la vida, ¿o
quizá el destino?, les tenía preparada una sorpresa. Una cajita que se iría
abriendo con el pasar de los días en los que pequeños detalles salían de ahí
disfrazados de buenos días, buenas noches, canciones, fotos y videos absurdos
de realidades ajenas entre sí.
Mas, ahora, ella estaba
encerrada en aquella habitación tapizada en proyectos por terminar. Recostada
en su cama mirando al techo, preguntándose por qué con sólo pensar en ella una
serie de sentimientos encontrados inundaban su pecho. Alegría, tristeza,
ilusiones en contra de la razón. Pensamientos que se materializaban en una vaga
sonrisa sobre sus labios secos, por la necesidad de aterrizar en una realidad
en la que no había cabida para sueños infantiles.
A su alrededor, se podía
notar el pasar de los días en los que las luchas de pensamientos contrapuestos
se hacían presentes. ¿Sería tan ilógico enamorarse de un espejismo distante a
lo tangible del día con día?, ¿era apropiado dejarse llevar por las ilusiones
de lo que podría suceder en el futuro?, ¿qué sería de las promesas dichas al
aire?, ¿cómo saber si ambos corazones latían hacia un punto en común?
La noche se dejaba ver como
una oscuridad absorbente capaz de transportarte a una realidad diferente a la acostumbrada.
Una noche compuesta con base a temores de perder lo recién descubierto, el
miedo de admitir que el enamoramiento se había posicionado en los gestos
expresados en su rostro.
Mientras la lluvia chocaba
con la ventana, su corazón golpeaba velozmente a su pecho. La primera quería
bañarla con el frío del adiós, el segundo quería orillarla
a luchar por sus sueños, quería que se
levantase de esa cama para ir tras ella, ¿qué podría salir mal?
Por fin, después de horas
pensando en cómo habría de despedirse definitivamente, se levantó y se
posicionó frente a su escritorio. Tomó un trozo de papel distinto al que usaría
normalmente, se trataba de una hoja blanca bien cuidada y sin rastro alguno de cualquier
tipo de mancha. Sujetó entre sus manos una pluma y, con decisión comenzó a
redactar lo que sería su último texto.
Lágrimas resbaladizas
corrían a lo largo de sus mejillas, la impotencia de no poder retenerlas la
atormentaba aún más. ¿Por qué le era imposible comprender todo lo que estaba
sintiendo?, ¿en qué momento se dejó embriagar con la esencia de una mujer que
se esfumaba con el viento?
Si tan sólo ella supiera lo
que provocaba con cada palabra escrita, con esas letras que cruzaban fronteras
para llegar a su destino. Se trataba de la partida de ajedrez perfecta. Sí,
ella sería su reina, esa pequeña pieza que caminaba a lo largo del tablero con
la majestuosidad de saber lo que hace y hacia dónde quiere llegar. Al pasar de
una casilla a otra todos la seguían con mirada para deleitarse con la
sensualidad y el brillo que la caracterizaba.
Era la pieza maestra que le
hacía falta para ganar en ese juego de tormentas y decepciones. Aunque, ¿qué
haría para convencerla de jugar a su lado?, ¿cómo plasmarle en papel lo que
sentía al correr de su sangre en el camino del corazón?
De nuevo, sentía cómo todo
se caía a pedazos, por allá se veía el trozo de la necesidad de recibir una
noticia por parte de su amada, y más allá, la inquietud de correr a sus brazos
y tomarla consigo.
Entonces, ¿era cuestión de
dejarse llevar?, ¿de enamorarse con los ojos cerrados?, ¿de quererla sin pensar
en las consecuencias de ese amor imposible?, ¿de pensar en las esmeraldas que
llevaba como ojos?
En la pared desgatada por
las angustias, un viejo reloj marcaba el pasar de los minutos que en la
ausencia de su cuerpo no eran más que el fiel retrato de la pérdida del tiempo.
Tic-toc, tic-toc, ¿dónde estaba ella?, ¿qué estaba haciendo?, ¿tendría esa
hermosa sonrisa dibujada sobre sus labios?, ¿le dolería la cabeza por no dormir
o por hacerlo de más?, ¿habría desayunado?, ¿estaría duchándose a la par de las
canciones enviadas al azar de su belleza?
Con la lapicera en la mano y
un cigarrillo en la otra, ella veía cómo a lo largo de la hoja se dibujaban
pequeños trazos formando palabras. Tinta derramada en el papel deslizándose en
un sendero que sería la representación perfecta de su piel.
¿Qué se sentiría acariciar
ligeramente su espalda y terminar en un abrazo?, ¿qué pasaría si sujetara sus
manos en promesa de entregarle todo de sí?, ¿qué pasaría si deslizara
lentamente su mano a lo largo de aquellas mejillas terminando por sujetar su
barbilla?, ¿qué se sentiría acomodar su cabello detrás de la oreja?
Escribirle la carta ideal
era una misión prácticamente imposible, puesto que por más palabras que
escribiera una y otra vez, siempre habría algo que decirle y que se escaparía
de la realidad legible de una vieja epístola.
Sin más, decidió levantarse
por veinteava vez. Caminó hacia la ventana, sujetando entre sus manos un lápiz
al que le daba vueltas tratando de calmar los nervios. Abrió la cortina y, en
medio de las nubes oscuras, divisó lo que sería la presencia de una luna blanca
y brillante. Como efecto casi inmediato, sus latidos se aceleraron, sus manos
comenzaron a temblar, dejó de pensar en que lo que estaba sintiendo era algo
que iba mal.
En ese momento corrió a la
cama, encendió su teléfono y escribió un breve mensaje “Evangeline ahora se
hizo presente, dulces sueños, hasta mañana”. Para muchos no era la gran cosa,
pero para ella era una señal que lo valía todo.
¿De qué le servía lo
tangible si no le provocaba ni la más mínima sensación?, ¿de qué podría
favorecerle la lógica y la razón si con ellas se esfumaba la esperanza?
No había más que pensar, así
como la claridad del día no tardaba en adueñarse del exterior de esa ventana
vaporizada, en el interior de la habitación, esa carta de despedida terminó por
ser una carta de amor, la promesa de un encuentro físico, la prueba de que por
más miedo que las dos sintieran nada de lo que estaba sucediendo era una
mentira.
Esa noche se convirtió en el
testigo de cómo las ideas más extravagantes e inexplicables se podrían
materializar en el sueño de conocerla, de tomarla entre sus manos y gritarle al
mundo entero que esa era la chica que le había robado lo poco que llevaba
dentro de sí.
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