David Trozos


Se despertó como si no hubiese sucedido nada. Se talló los ojos con su mano izquierda, procedió a bajar de la cama y a continuar su recorrido de costumbre hacia el baño. Abrió la regadera y se ducho. Caminó a la cocina, se preparó unos huevos con jamón y comió de prisa. Ahora sería su primer día de trabajo como repartidor de mercancía. Era de esperarse que no era el oficio de sus sueños, pero sería aquello que le diera de comer.

“Tienes que buscar empleo, no nos alcanza para nada con tu sueldo de pintor. Ricardo, nunca serás un artista reconocido, deberías de aceptarlo y aterrizar en tu realidad”. Frases dichas por su esposa una y otra vez. Palabras que hacían eco al cerrar los ojos sobre la almohada, al estar bajo la ducha y al encontrarse frente a los lienzos por pintar.

Si ella no lo apoyaba, si ella no confiaba en él, ¿quién lo haría? Pequeñas pruebas de lealtad que lo guiaban al final de un camino: la decepción. Ricardo se había hartado de escuchar siempre lo mismo. No podía comer nada tranquilamente cuando la voz de su mujer lograba acaparar completamente sus pensamientos.

Llegó el día en que se dedicó a buscar trabajo. Tomó un periódico, revisó la sección de empleos y nada llamaba su atención. “Todos hablan de renunciar a mis sueños, procuran encerrarme en cuatro paredes o en una rutina impensable”. Sin embargo, sus pensamientos no eran tan fuertes como las punzadas de cabeza que le provocaba su esposa cuando la escuchaba.

Tenía que hacer algo, de inmediato.

Iba manejando hacia los puntos de entrega, hablaba a su compañero de una manera tan superficial y convincente. Los temas triviales siempre eran el punto clave para encajar ante nuevos conocidos. Pasaron algunas horas hasta que, Ricardo propuso tomar un descanso para comer.

Estacionaron frente a una taquería y se dirigieron de inmediato a tomar lugar. Sin embargo, él no podía saborear la comida, sentía un hedor insoportable emanando de su boca. “¿Me lavé los dientes o por qué apesto?”. Sí, lo había hecho, la última vez que se cepilló los dientes fue esa misma mañana, hace tres horas y cuarenta y cinco minutos, aunque tuvo que hacerlo rápido y mal porque afuera del edificio ya sonaba el claxon de la camioneta de redilas en la que viajaba ahora.

Se retiró con el pretexto de que le dolía el estómago. En el fondo, sabía que algo estaba mal. Un presentimiento amargo le arruinó el resto del día. A su compañero le fue indiferente el cambio de actitud en él, mas Ricardo no paraba de pensar “si quieres seguir aquí, conmigo, tienes que traer dinero para comer”. Odiaba tanto esa voz, era el remordimiento de que algo no estaba yendo bien en su vida. ¿Por qué simplemente no lo dejaba cumplir sus sueños a su manera? Apretó el volante con furia, pero logró controlarse.

“Mi mujer no me deja en paz, no cree en mis sueños, siempre me está reclamando”, le comentaba al hombre que lo miraba de reojo y que simplemente le respondió “amigo, a las mujeres no hay que hacerles caso porque uno termina loco”. Opinión tan afín a lo que estaba sucediendo con el pintor, le estaba faltando tanto la cordura que no recordaba ni el por qué le habló de sus problemas a un desconocido cualquiera.

El día continuó sin nada fuera de lo normal. Una tienda por visitar y la tortura terminaría.
“Regresa cuando tengas algo que ofrecer”. ¿Serían suficientes esos doscientos pesos que había ganado en diez horas de trabajo? Se sentía un inútil, no quería ser humillado por su mujer, ¡no de nuevo! Él tenía el porte de un caballero adinerado y con clase. No tenía por qué andar ensuciándose y quemándose bajo el sol laborando como cargador.

Se puso de acuerdo con su acompañante, Ricardo sería el encargado de recoger a su compañero la mañana siguiente. Se turnarían la camioneta para pasar por el otro respectivamente. Una simple rutina entre camaradas. Lo llevó a su casa, lo dejó y se despidió de él con un gesto amable y un leve movimiento de muñeca.

Aceleró y se puso en marcha. Tenía que recuperar algunos minutos si deseaba cenar a la mesa con su esposa. Anhelaba verla, era lo único que lo motivaba a hacer esfuerzos tan majestuosos como el que acababa de hacer. Tal vez, ella tenía la razón, no podía estar esperando que de la nada le pagaran millones de pesos por sus cuadros, mientras tanto, ¿qué pasaría? Necesitaban comer, subsistir de alguna manera. No iba a ser un mantenido por siempre, ¿o sí?

Dio vuelta a la derecha en la avenida Colón, era el camino contrario a su casa. “Este maldito olor de boca no se me quita. ¿Serán gases gástricos?”. Se estacionó en una tienda, compró unas pastillas de menta y subió de nuevo a la camioneta. ¿Qué haría? Ni siquiera él lo sabía, pero estaba seguro de no regresar a casa, al menos por ese día, al menos en ese momento.

Encendió el vehículo, lo puso en marcha. No importaba cuánto acelerara, no podía huir del hedor putrefacto que llevaba dentro de sí. Los recuerdos venían a él como ráfagas de viento tan efímeras y equívocas.

Ahí estaba ella. La mujer que le había robado el corazón. Se sentía completamente atraído por sus ojos café avellana, por su cadera, por su cuerpo en totalidad, bañado de un color tostado y adornado con hebras de un hilo oscuro. La perfección convertida en carne, y era sólo para él. Era tan noble, tan buena y servicial. ¿Qué más podría pedirle al destino?
No le había sido tan difícil imaginar una vida junto a ella. Lo que más deseaba era casarse y entregarse completamente. No importaba que debiera de renunciar a las demás esperanzas, ella era la mejor de todas. Finalmente, lo hizo, se casó y le ofreció lo mejor de sí por más de veinte años. ¿Por qué ella no podría dar algo por él? Algo tan mínimo como su comprensión.

Siempre era lo mismo. Él se levantaría, iría al baño, se ducharía, prepararía el almuerzo. La despertaría y la invitaría a desayunar, ella lo rechazaría y le echaría en cara que no tenía tiempo para esas banalidades porque alguien sí tenía que ir a trabajar. Luego, él fingiría que nada había sucedido, ella saldría de la casa y él iría al cuarto que tenía como despacho, comenzaría a pintar una y otra vez obras dedicadas a ella. Regresaría su esposa, él la encaminaría a su galería, le diría “mira, amor, lo hice para ti”. Ella se burlaría y volvería a discutir con él, cenaría cada uno en un rincón distinto del apartamento, se reunirían a dormir mirando a polos opuestos.

“No sirves para nada”. Ricardo enfureció al escuchar estas palabras, perdió el control de sí y comenzó a golpearla con una serie de puñetazos que finalizaban en el pecho de su amada. Uno, dos, tres… Veinte… Sin cuenta. Él ya no era el joven enamorado, se convirtió en un ser lleno de ira y de rencor. Veinte años de paciencia, de escucharla, de soportar cada uno de sus reproches sin hacer ni decir nada.

Una pincelada por aquí, otra por allá, otra más por este lado y una final en el centro. Pintura roja y resbaladiza cubriendo un manto, era la figura de su esposa. Él derramaba lágrimas y su cuadro se escurría entre su llanto. El amor no era como lo había imaginado alguna vez de joven, era todo lo contrario. Un sube y baja de dolores y angustias que tenía que equilibrar.

Pintaba el rostro de ella, lo recordaba intacto y con ilusión. Sentía que la tocaba, que la recuperaba tal y como él la había conocido. Un trazo, un sueño roto. Un cuadro, la fe en que todo retornaría a la felicidad anteriormente prometida.

¿Cómo decirle que la amaba si ella ni siquiera lo miraba? ¿Cómo explicarle que lo era todo para él, si ella no paraba de gritarle a cada instante? No había tiempo de reconciliación, su relación era un ataúd que era cubierto con tierra, que ya no vería la luz nunca más.

“¿No sirvo para nada? Al menos, soy bueno en una cosa. ¡En matarte!”. Tomó el cuchillo para partir carne y la cortó en pequeños trozos, de poco a poco. Los dedos, los brazos, las piernas, la cabeza… Después, sujetó entre sus manos la lengua que lo había atormentado por tanto tiempo y en señal de victoria la devoró de tres mordidas. Miró los restos y la sangre que quedaban regados en el apartamento, fue a su despacho y pintó su obra final. Se recostó en la cama y esperó al día siguiente. Le tenía una sorpresa a su mujer, había encontrado trabajo como cargador y repartidor de mercancías.

La memoria era engañosa y la culpa imperdonable. Pero, sí, la última vez que se cepilló los dientes fue esa misma mañana, hace veinte horas y cuarenta y cinco minutos, aunque tuvo que hacerlo rápido y mal porque afuera del edificio ya sonaba el claxon de la camioneta de redilas en la que viajaba ahora. Lo que provocó que el hedor de la muerte no desapareciera por completo. Sin duda, él no volvería a casa, jamás.